domingo, 25 de septiembre de 2011

Solidaridad, egocentrismo y un poco de estupidez.

Hace un año (o tal vez dos), estaba volviendo en autobús del centro (o quizás de otro sitio) con una amiga (o puede que más) y nos ocurrió una anécdota ni muy curiosa, ni muy graciosa ni demasiado importante. Bueno, si a día de hoy todavía la recuerdo, entonces supongo que sí fue importante para mi. Pero estoy segura de que no lo fue para mi amiga (o amigas).

Estábamos sentadas cerca del conductor, en uno de los pocos sitios que había libres, hablando de cualquier tema trivial. Tras unos minutos de trayecto, noté que la viejecita que se sentaba enfrente de nosotras ponía cara de desorientación y daba claras señales de estar bastante nerviosa. Yo no le presté mucha atención, pero ella en seguida se dirigió a nosotras y nos empezó a hablar apresuradamente, tartamudeando:

- Cre, creo que me he confundido de bus. Esto, me parece que estoy yendo justo hacia el lado contrario de donde está mi casa.

Conociéndome, lo más característico de mi hubiera sido pensar que la señora era tonta de capirote. Primero por haberse subido en el autobús equivocado, y segundo por no saber que lo que tenía que hacer era tan sencillo como bajarse y coger el que necesitaba. Sin embargo, nada de esto se me pasó por la cabeza. Aquella viejecita se me antojaba tan insegura, tan frágil, tan delicada, que realmente sentí pena por ella. Conseguí ponerme en su lugar y apreciar lo trágico de la situación. La gente mayor es como los niños pequeños. Me imaginé a mi prima de tres años sola, por la noche, en un autobús que la llevaría muy lejos de su casa, alejada de la acogedora protección de su familia.

En menos de un segundo yo ya estaba de pie, junto al conductor, y le había preguntado qué bus le hacía falta a la señora para ir a su domicilio y dónde podía cogerlo. En menos de tres segundos ya le había informado de todo esto a la viejecita. Y en menos de siete, ya había conseguido que el autobús se detuviera al lado de la parada que ella necesitaba.

Un abrir y cerrar de ojos, y la señora se bajaba del vehículo con una sonrisa en los labios y muchas palabras de agradecimiento. Recuerdo que me sentí realmente contenta. Creí que, sin mi ayuda, mi protegida hubiera terminado perdida entre las sombras de algún barrio sucio y peligroso. Pensé que mi obra resultaba digna de admiración.

Pocos días después, ya había olvidado todo. Pero la casualidad me hizo acordarme. Hace un par de semanas fui al Ayuntamiento por una cuestión de papeleo (¡qué coincidencia!, justo tenía que ver con mi tarjeta del bus) y esa misma viejecita se me acercó para preguntarme alguna nimiedad que ni siquiera recuerdo. De lo que sí me acuerdo es de mi sorpresa y de lo estúpida que fui cuando se me ocurrió preguntarle si sabía quién era yo. Evidentemente, ella no tenía ni idea. Así que volví a ser estúpida y le conté con pelos y señales mi acción heroica gracias a la cual conseguí que llegara sana y salva a su casa. La viejecita me miró como si se me hubiera ido la olla completamente, murmuró unas palabras de despedida y se alejó de mi.

No se acordaba para nada de mi hazaña. Para ella, había sido un simple despiste que solucionó con un poco de ayuda, un despiste perfectamente olvidable en cuanto las puertas del bus se cerraron tras ella. Así que... ¿quién le había hecho el favor a quién?

2 comentarios:

  1. Pues valla con la señora, yo que muchas veces me acuerdo de la gente aunque unicamente la haya visto una sola vez y ni si quiera me haya llamado la atencion, aunque tambien a esas edades pues se te olvidan cosas, pero bueno aun asi yo creo que me habria acordado.

    ResponderEliminar
  2. Fabuloso!! Me ha encantado!!

    ResponderEliminar