domingo, 27 de noviembre de 2011

Resumen del resumen del resumen de mi visión del sistema.

Los cabrones han hecho muy bien su trabajo y la mayor parte de la población duerme, abstraída en su vida de bienestar, llena de posesiones materiales, fiestas, telebasura, fútbol y mil cosas más; sin más ambición que conseguir dinero, un cuerpo 100 y llegar a ser como sus adorados ídolos de la televisión.

El sistema está muy bien planeado para que la gente no piense, no se cuestione absolutamente nada y, por lo tanto, no tenga capacidad crítica. Marionetas atadas con firmes hilos al sistema capitalista, exclavos del consumismo y de las vidas de ensueño que jamás tendrán.

Y mientras tanto, los mismos peces gordos de siempre rodeados de lujos y comodidades a costa de los mansos borreguitos que, sin darse cuenta, hacen exactamente lo que a ellos les interesa que hagan.

Pero para conseguir cambiar algo no necesitamos un 20% de la población. Ni un 40%. Ni siquiera nos vale un 80%. Si queremos tener la suficiente fuerza como para destruir esta montaña de mierda de arriba a abajo, tenemos que ser todos. Llamadme pesimista, pero yo a estas alturas no creo que vayamos a conseguirlo. Como ya he dicho, los cabrones han hecho muy bien su trabajo.

Solo me queda la esperanza de que, tal vez, acaben ahogándose en la propia torre de mierda que han construído.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Solidaridad, egocentrismo y un poco de estupidez.

Hace un año (o tal vez dos), estaba volviendo en autobús del centro (o quizás de otro sitio) con una amiga (o puede que más) y nos ocurrió una anécdota ni muy curiosa, ni muy graciosa ni demasiado importante. Bueno, si a día de hoy todavía la recuerdo, entonces supongo que sí fue importante para mi. Pero estoy segura de que no lo fue para mi amiga (o amigas).

Estábamos sentadas cerca del conductor, en uno de los pocos sitios que había libres, hablando de cualquier tema trivial. Tras unos minutos de trayecto, noté que la viejecita que se sentaba enfrente de nosotras ponía cara de desorientación y daba claras señales de estar bastante nerviosa. Yo no le presté mucha atención, pero ella en seguida se dirigió a nosotras y nos empezó a hablar apresuradamente, tartamudeando:

- Cre, creo que me he confundido de bus. Esto, me parece que estoy yendo justo hacia el lado contrario de donde está mi casa.

Conociéndome, lo más característico de mi hubiera sido pensar que la señora era tonta de capirote. Primero por haberse subido en el autobús equivocado, y segundo por no saber que lo que tenía que hacer era tan sencillo como bajarse y coger el que necesitaba. Sin embargo, nada de esto se me pasó por la cabeza. Aquella viejecita se me antojaba tan insegura, tan frágil, tan delicada, que realmente sentí pena por ella. Conseguí ponerme en su lugar y apreciar lo trágico de la situación. La gente mayor es como los niños pequeños. Me imaginé a mi prima de tres años sola, por la noche, en un autobús que la llevaría muy lejos de su casa, alejada de la acogedora protección de su familia.

En menos de un segundo yo ya estaba de pie, junto al conductor, y le había preguntado qué bus le hacía falta a la señora para ir a su domicilio y dónde podía cogerlo. En menos de tres segundos ya le había informado de todo esto a la viejecita. Y en menos de siete, ya había conseguido que el autobús se detuviera al lado de la parada que ella necesitaba.

Un abrir y cerrar de ojos, y la señora se bajaba del vehículo con una sonrisa en los labios y muchas palabras de agradecimiento. Recuerdo que me sentí realmente contenta. Creí que, sin mi ayuda, mi protegida hubiera terminado perdida entre las sombras de algún barrio sucio y peligroso. Pensé que mi obra resultaba digna de admiración.

Pocos días después, ya había olvidado todo. Pero la casualidad me hizo acordarme. Hace un par de semanas fui al Ayuntamiento por una cuestión de papeleo (¡qué coincidencia!, justo tenía que ver con mi tarjeta del bus) y esa misma viejecita se me acercó para preguntarme alguna nimiedad que ni siquiera recuerdo. De lo que sí me acuerdo es de mi sorpresa y de lo estúpida que fui cuando se me ocurrió preguntarle si sabía quién era yo. Evidentemente, ella no tenía ni idea. Así que volví a ser estúpida y le conté con pelos y señales mi acción heroica gracias a la cual conseguí que llegara sana y salva a su casa. La viejecita me miró como si se me hubiera ido la olla completamente, murmuró unas palabras de despedida y se alejó de mi.

No se acordaba para nada de mi hazaña. Para ella, había sido un simple despiste que solucionó con un poco de ayuda, un despiste perfectamente olvidable en cuanto las puertas del bus se cerraron tras ella. Así que... ¿quién le había hecho el favor a quién?

sábado, 2 de julio de 2011

Todo es una gran obra de teatro.

Había una vez, un grupo de marionetas cuyo objetivo era representar una función teatral muy importante. O, al menos, les decían que era muy importante. Cada una de ellas tenía varios hilos atados a la cabeza y a los brazos para que todos y cada uno de sus movimientos pudieran ser controlados estrictamente. No sabían muy bien por quién, pero tampoco se lo preguntaban. Muchas ni siquiera eran conscientes de que estaban siendo manejadas y, por supuesto, era lo que pretendían los controladores: que las marionetas actuaran creyendo que lo hacían por voluntad propia, en vez de por imposición. Al fin y al cabo, “¿qué diferencia hay entre ser libre y creer que se es libre?”, preguntaban Ellos, sonrientes.

Pero no todas las marionetas creían tener libertad. Había algunas que sabían que estaban siendo manejadas, y que su papel en la función se reducía al papel que a Ellos les convenía que tuviesen. Sabían que sólo podían conocer lo justo para hacer sus cuatro nimiedades diarias, porque si conocían más, entonces también aspirarían a hacer más. Sabían que no les estaba permitido dar ni un paso más sobre el escenario de los que les correspondían. Y sabían que tampoco podían tener un aspecto que las diferenciara demasiado del resto de las marionetas, pues así cada una empezaría a desarrollar su propio estilo y dejarían de distraerse adquiriendo nuevos objetos para intentar imitarse unas a otras. Sí, algunas marionetas eran conscientes de todo esto.

Sin embargo, no hacían nada al respecto. ¿Por qué? Porque Ellos las tenían contentas hasta el punto de que no les importara en absoluto que las estuvieran utilizando. A las marionetas les daba igual que Ellos miraran por sus intereses, y no por los de ellas. “Mientras nos den todo lo que necesitamos”, decían, “¿qué más nos da que se aprovechen de nosotras? ¿Para qué queremos pensar, si vamos a estar cómodas de todos modos?”.

Durante la función, un dirigente tiró demasiado bruscamente de una marioneta y, sin querer, rompió sus hilos. Entonces, esa marioneta despertó. Y, al despertar, empezó a darse cuenta de que todo aquello era muy injusto. De que no se trataba de vivir bien o mal, sino de pensar por uno mismo y vivir como se quiere. De que todas las marionetas se satisfacían con las cosas que tenían porque las habían convencido de que las harían felices, y no porque realmente tuvieran la propiedad de hacerlo. De que es más valioso lo que no se puede ver y tocar, que todas las cosas materiales que poseían. De que Ellos sólo pretendían distraerlas en su bienestar mientras hacían lo que les daba la gana a su costa y, cuando algo les saliera mal, estaba claro que quienes pagarían las consecuencias serían las marionetas. De que había que acabar cuanto antes con aquella jerarquía. Y así se lo comunicó a sus compañeras.

Pero ellas no entendieron nada y se rieron, supongo que por eso de que la ignorancia siempre se ríe de la sabiduría. Y la marioneta que se había liberado supo que lo único que podía hacer para intentar que la comprendieran era cortar, uno a uno, todos los hilos que las mantenían atadas a Ellos.

jueves, 9 de junio de 2011

Visita al pasado.

Inmóvil frente a la pequeña puerta de madera carcomida, se preguntó por enésima vez si realmente estaba segura de lo que iba a hacer. La respuesta estaba clara: no. No sabía si quería averiguar lo que se disponía a averiguar. Y, en el caso de quererlo, no sabía si debía hacerlo. Pero tal vez las mejores cosas son las que se hacen sin tener ni idea de ello, impulsados por alguna especie de fuerza externa que nos indica que, nos beneficie o no, es algo que nos corresponde hacer en nuestra vida.

Desde que había descubierto la localización de la casa, la idea de visitarla no abandonaba su cabeza. Era lo que siempre había querido saber y, sin embargo, ahora que podía, el miedo la inundaba. Aún así, la idea era como una luz muy brillante en el interior de su mente: no podía mirarla directamente, pero tampoco era capaz de ignorarla. Por eso, finalmente, se había decidido.

Toc, toc, toc.

Silencio. Puso la oreja izquierda junto a la asquerosa madera (¿cuántos años tendría esa puerta?) y escuchó unos pasos; primero lejanos, luego mucho más perceptibles.

Ñieeeeeec.

La puerta se abrió lentamente, como si de una película se tratase. En realidad, ella se sentía como si estuviera en una película. La madera se iba moviendo para dejar paso al rostro que llevaba tantos años imaginando.

Mechones de sucísimo pelo negro tapaban la mitad de una cara pequeña, delgada y de color ligeramente violáceo. La suave línea de lápiz negro bajo los oscuros ojos apenas lograba disimular las marcadas ojeras. Los labios, completamente llenos de arrugas, se torcían en un gesto de desagrado.

Estaba claro que no era ella. Tragó saliva.

- Buenos días, soy... eh... estudiante de Sociología y... bueno, estoy haciendo una encuesta. ¿Le importaría que le hiciera unas preguntas?

La mujer se limitó a mirarla fijamente, encogiéndose de hombros. Parecía estar pensando: "¿Y qué si me importa?"

- Eh... Bien - con la mano temblorosa, sacó una pequeña libreta y un bolígrafo de su bolso -. ¿Quién más vive en esta casa?

- Vecinos - dijo la mujer, y escupió sobre la moqueta.

- Ya... Me refiero a si comparte el piso con alguien - aclaró, como si fuera lo suficientemente tonta como para no enterarse de que le estaba tomando el pelo.

- No.

- ¿No?

Entonces, sí que era ella. Se dio cuenta de que la mujer tenía un tic en el ojo derecho, y eso la puso muy nerviosa. Además, le temblaba ligeramente la cabeza, y no cesaba de rascar la madera de la puerta con unas uñas kilométricas.

- Está bien. Vive sola. Y... ¿no tiene hijos?

- No.

- Vale... y... ¿nunca los ha tenido?

La mujer paró de rascar la puerta y la miró con el ceño fruncido. Ella apartó la vista, incapaz de soportar aquel constante parpadeo histérico.

- Tal vez.

- ¿Ha tenido usted hijos? - estaba tan inquieta que ni siquiera había anotado nada en su libreta. Se apresuró a fingir que lo hacía, antes de que la mujer se mostrase más suspicaz de lo que ya se estaba mostrando.

- Bah, no. A eso no se le puede llamar hijo - contestó, sonriendo maliciosamente. Tenía los dientes rotos y muy amarillentos.

- Pero... ¿dio usted a luz? - preguntó, sin poder contenerse -. ¿Qué pasó con el bebé?

La tenebrosa sonrisa de la mujer se transformó de golpe en una mueca de enfado. Mientras el temblor de su cabeza se acentuaba, se echó hacia atrás y agarró con fuerza la mugrienta puerta.

- ¿Qué coño te importa a ti eso? - gritó, descontrolada de pronto -. ¿Y qué más da si tuve un hijo o no lo tuve? ¡Yo nunca quise nada de eso! ¡Los hijos son una mierda! ¿Qué te importa a ti, eh? ¿Qué te importa?

- No me importa - balbuceó ella, inmóvil en el umbral de la puerta. La mujer le dirigió una última mirada de asco, levantó un brazo y pegó un portazo con enorme furia. Sólo entonces ella se atrevió a añadir: - No me importa, mamá.

viernes, 27 de mayo de 2011

Hoy.

Hoy, como otros muchos días, me siento una extraña entre la masa de gente que me rodea. Cada acto, cada palabra y cada gesto que observo me provocan asco y repulsión hacia toda la sociedad en general. También hacia mi misma. Porque yo también estoy inserta en ella y me someto a sus pautas y caprichos, por mucho que me duela aceptarlo.

Hoy, como otros muchos días, me siento sola. No encuentro nada ni a nadie para deshacerme de todos los sentimientos contradictorios que arrastro desde que me levanté por la mañana. No me siento identificada con ninguna persona, no me siento perteneciente a ningún grupo, no sé quién podrá comprenderme, puesto que ni yo misma lo hago.

Hoy, como otros muchos días, tengo ganas de gritarle al mundo lo asqueroso que es. De volverme grande, muy grande, enorme, levantar mi pierna gigantesca y pisotearlo hasta la saciedad. De reconstruírlo a mi antojo a partir de sus restos, volverlo a pisotear y volverlo a reconstruír de otro modo distinto.

Pero hoy, a diferencia de otros muchos días, no me importa en absoluto sentirme así. Pese a la desesperanza que me acompaña, me siento contenta conmigo misma: veo las caras de la gente al pasar, sonrío para mis adentros y pienso que, mientras la mayoría de ellos aceptan un modo de vida que les ha sido fabricado de antemano, yo mando a tomar por culo toda clase de dogmas y fabrico el mío a mi gusto (dentro de lo que me permite la sociedad, claro).

Además, mañana será otro día. Cuando me levante de la cama, seguramente la crisis existencial se haya conviertido en una oleada de energía positiva. Y hoy, como otros muchos días, se convertirá en un simple y efímero ayer.

viernes, 13 de mayo de 2011

Simplemente por decir algo.

Hace mucho que no escribo. Leo mi propio blog una o dos veces al día, me quedo pensativa y me entran unas ganas enormes de crear una nueva entrada. Pero entonces se me ocurre que no sé sobre qué hablar y, además, no me apetece esforzarme demasiado pensando, escribiendo, releyendo y después puliendo un nuevo texto.

Cierro el blog, me voy a hacer mis cuatro tonterías diarias y me consuelo a mi misma, prometiéndome que no volveré a dejar que mi pereza domine mis ganas de gritarle al mundo lo que llevo dentro. En fin, como ya decía Friedrich Nietzsche, "tienes que tener muy buena memoria para poder cumplir todas tus promesas". Por lo menos, sé que yo la tengo. Pero me da la impresión de que a Nietzsche se le olvidó mencionar otro requisito imprescindible: también tienes que ser trabajador y, si no lo eres, por lo menos tener fuerza de voluntad para obligarte a serlo.

Se ve que yo no poseo ninguna de esas dos cualidades. Debería jugar a la tómbola un día de estos, a ver si me toca una de ellas...

sábado, 19 de febrero de 2011

Utopía.

Constantemente sueño con un mundo diferente. Un mundo verde, limpio, fresco y puro, en el que los humanos no ocupamos más espacio del que nos corresponde. Un mundo en el que no dañamos a los demás seres vivos más de lo que nos corresponde. Un mundo en el que no alteramos el medio ambiente más de lo que nos corresponde.

Un mundo donde nadie es más que nadie y por eso todos tenemos lo mismo. Los mismos derechos. Las mismas obligaciones. Los mismos bienes materiales. El mismo acceso a una formación y educación dignas que nos ayuden a elaborar nuestros propios bienes interiores, ésos que no se ven a simple vista y a los que tan poca gente tiene aprecio en el caprichoso mundo real.

Un mundo donde ninguna persona ha gozado nunca de más poder que los otros, y, por ello, tampoco ansía más. Donde no dependemos de alguien que nos diga qué hacer, cómo y cuándo, porque simplemente no lo necesitamos. Nadie toma más de lo que necesita y todos colaboran con todos para mejorar tanto su calidad de vida como la de quienes están alrededor. Un mundo donde la solidaridad, el respeto y la empatía son innatas en el hombre; mientras el egocentrismo, el desprecio y la avaricia no encuentran un hueco por el que colarse.

Un mundo en el cual la gente aspira al conocimiento. A la verdad, si es que esta existe. A la paz permanente. A todo aquello que les da fuerza y ganas de seguir viviendo. Un mundo donde las cosas abstractas han vencido la guerra frente a las superficiales. Donde nadie juzga a nadie sin conocerlo, donde todas las personas analizan detalladamente el interior de los demás y tratan de comprenderlos, respetarlos y ayudarlos. Donde, si haces algo que perjudica a otros, no puedes sentirte satisfecho pese a los beneficios obtenidos, porque éstos son beneficios contaminados.

Ah, mis sueños son tan grandes... y yo, tan pequeña...

lunes, 14 de febrero de 2011

Disfruta del día hasta que un imbécil te lo arruine.

Tras una hora escribiendo, sale de su examen de Historia, mosqueada porque no ha tenido todo el tiempo que le hubiera gustado (como siempre), pero en general bastante contenta. Sobre todo porque se lo ha quitado de encima, que es lo que importa ahora, y le espera una semana tranquila.

Llega a su casa. Come (un día más, no hay judías con patatas, su comida más aborrecida... sabe que algún día llegará el temido momento, pero por ahora no debe preocuparse). Habla con su familia. Se marcha a su clase de inglés y, para qué mentir, no hace nada aparte de reírse con sus compañeros.

Acaba la clase. Sale al exterior: nubarrones sombríos, frío helador y viento cortante. Vuelve a entrar y se acurruca junto al radiador, dispuesta a pasarse la próxima hora leyendo a Nietzsche.

Hasta aquí, podríamos deducir que fue un buen día bueno... Incluso muy bueno. ¿No? Pero claro, como bien dijo Woody Allen,"disfruta el día hasta que un imbécil te lo arruine".

Uno, o varios, en mi caso. Porque, vamos a ver, ¿a quién cojones (y perdonad la palabrota... bueno, no, en realidad le da énfasis a mi pregunta) se le ocurre poner una puerta por la que pasan 10 personas cada minuto al lado del rincón ideal para leer cómodamente un libro?
Y diréis: si una puerta no es algo tan molesto, mujer.
Sí, tenéis toda la razón. Una puerta no lo es. ESA puerta, sí. Resulta que es de las que no tienen pomo ni nada y no se enganchan al marco (disculpad mi pobre e inexacta definición, pero no soy ninguna experta en puertología). ¿Consecuencia? Cuando algún gilipollas una persona la abre y, acto seguido, pasa, sin preocuparse de ponerla cuidadosamente en su posición original, la puerta regresa a ésta rápidamente. Y al llegar... no se oye un simple ¡BUM! como en las puertas habituales, ¡qué va!, al no tener marco, los ¡BUM!, ¡BUM!, ¡BUM! se suceden de forma enloquecedora.

Al parecer, la presencia de una callada adolescente bajo la estufa, devanándose los sesos para entender al menos una cuarta parte de lo relatado por el fascinante Nietzsche, no es suficiente para que la gente dedique tan sólo tres segundos de su tiempo a evitar que una puerta bata.

¿Gracias?

miércoles, 2 de febrero de 2011

Ironía.

Nadia: Adiós, me voy al instituto.

Mamá: ¡Estudia mucho!

Abuela: ¡Pásalo bien!

martes, 25 de enero de 2011

Sus 14.

Querido Antón:



Hoy, hermanito mío, cumples 14 años. Solo eres un día más viejo que ayer y, hasta donde he podido comprobar, sigues siendo la misma persona. Así que en realidad no debería significar gran cosa, aparte de tener un día lleno de dulces y regalos, que celebres tus 14.

Pero para mi significa mucho, ¿sabes? En un futuo dejarás de ser el niño que eres. Y ese futuro lo veo mucho más cercano ahora que sumas 14 años y no 13. Cuestión de cifras.

No me asusta que crezcas. Eso no. Lo que me asusta es el hecho de que, cuando lo hagas, ya no dependerás en absoluto de mi. Dejarás de tener esa imagen idealizada y maravillosa de tu inconformista y alocada hermana. Cesarás de ser ese compañero alegre y dispuesto con el que podía contar para llevar a cabo cualquier plan maquiavélico que se me antojara. Y pararás de perdonar tan sencillamente todas mis fechorías.
Como siempre hacía aquel niño que, poco a poco y ante mis propias narices, se está haciendo mayor.

Ahora es cuando me doy cuenta del gran regalo que fuiste para mi. Eres una persona bondadosa, fiel, justa y leal. Eres inteligente y piensas... que, aunque no te lo creas, muy pocos lo hacen hoy en día. Tienes una gran capacidad crítica, en parte gracias a mi, que te la he inculcado durante todo este tiempo (sé que está feo que yo lo diga... pero me importa un carajo, la verdad). También eres muy trabajador, virtud valiosísima y de la cual yo carezco por completo.

Hemos pasado 14 años juntos durante los cuales mi loca imaginación llenó tu inocente cabecita de juegos tan estrambóticos como divertidos. Sí, nos lo pasamos muy bien juntos, tú y yo. Dos compañeros inseparables. Y, aunque haya nacido con la tuerquita del mecanismo cerebral correspondiente a decir "te quiero" atrofiada, creo que hoy haré una excepción.

Oh-oh... ¿Acabo de escribir yo eso? En cualquier caso... Feliz cumpleaños.


viernes, 21 de enero de 2011

Viernes.



Hoy es el día de decir adiós a la agotadora rutina que tengo impuesta.
Adiós a la tortura de levantarse a las siete y media.
Adiós a esas caras de vida perfecta fingida que tanto detesto.
Adiós a estar continuamente luchando contra los deseos que tiene mi caprichosa imaginación por darse rienda suelta durante las clases que más me interesan.
Y adiós, también, a pasarme cada simple minuto el día deseando que llegue el viernes.

Hola, placeres. La señorita No Hacer Nada se encuentra libre de obstáculos durante 48 fantásticas horas.

Y sí, conciencia, ya sé que tengo examen la semana que viene. PERO ESTE NO ES EL MALDITO MOMENTO PARA RECORDARLO, ¿vale?